martes, 19 de junio de 2012

Amateurs y  profesionales

   José Antonio Santiago Sánchez

1: Zenón de Citio o Zenón de Elea – 2: Epicuro – 3: Federico II Gonzaga  4: 4.Anaximandro o Empédocles  5: Averroes – 6: Pitágoras – 7: Alcibíades 8: Antístenes o Jenofonte – -9: Hipatia  -10: Esquines o Jenofonte  11:Parménides – 12: Sócrates – 13: Heráclito  -14: Platón – 15: Aristóteles 16: Diógenes de Sinope  17: Plotino – 18: Euclides – 19: Estrabón  – 20: Ptolomeo – 21: Protógenes.

Se dice que la filosofía nace en Grecia durante el s. VI a. C, y de un modo más ajustado en Atenas a partir del s. V. de la misma era.

Los padres a los que dicho nacimiento se atribuye son los llamados polítai, los ciudadanos de la pólis, los cuales, aunque representaban una porción de población ínfima en las ciudades griegas como Atenas o Esparta en aquella época, formaban pese a todo, la clase dominante. Su linaje era aristocrático y sus necesidades estaban cubiertas, en su mayor parte, por obra de los esclavos, los cuales trabajaban sus latifundios o sacaban rentabilidad a su patrimonio. En el seno o ecclesía (asamblea) de esta élite libre nace precisamente y aunque pueda parecer paradójico, la democracia.

Las necesidades primarias de estos polítai estaban pues, satisfechas, pues no precisaban trabajar para buscarse la vida; otros los hacían por ellos. De este modo, los ciudadanos eran los únicos individuos libres de la ciudad. Así se constituyeron a mismos y así constituyeron la democracia como un ejercicio liberado de las trabas del condumio.

La holganza y ociosidad a la que desembocaba dicha liberalidad permitió a estos ciudadanos -no más del 10 % de la población de las póleis- desarrollar por primera vez y al  tiempo  una actividad decisiva para el desarrollo posterior de la cultura de Occidente, el amor por el conocimiento, la filo-sophía.
Aristóteles, en un célebre pasaje de la Metafísica (I 2, 982 b 11-28) sostiene a este respecto lo siguiente que «en un principio movió a los hombres a hacer las primeras indagaciones filosóficas fue, como lo es hoy, la admiración (thauma)»  De ese modo, continúa Aristóteles, «ir en busca de una explicación y admirarse, es reconocer que se ignora». Mientras que el resto de los saberes ya conocidos, sostiene Aristóteles, tienen relación «con las necesidades, con el bienestar y con los placeres de la vida (…) ningún interés extraño nos mueve a hacer el estudio de la filosofía.».

Este no sometimiento a los intereses o necesidades es lo que para Aristóteles, convierte a la filosofía en la auténtica y legítima realización del conocimiento pleno; pues solo dicha actividad es verdaderamente libre, ya que su finalidad no se somete a nada ulterior o ajeno a ella misma. El amor por el saber se satisface por el saber mismo.

Así como llamamos hombre libre al que se pertenece a sí mismo y no tiene dueño, en igual forma esta ciencia es la única entre todas las ciencias que puede llevar el nombre de libre. Sólo ella efectivamente depende de sí misma. Y así con razón debe mirarse como cosa sobrehumana la posesión de esta ciencia. (Íbidem)

Pero además de eso, ¿qué época no ha vivido desigualdades? ¿No constituye la desigualdad misma el motor de la historia, como Heráclito, Hegel o Marx habían afirmado? Que la filosofía haya surgido en esas condiciones no resalta más o menos un ápice para su propia génesis, pues en cualquier otro lugar o momento esas condiciones hubieran sido velis nolis, las mismas.

Y sin embargo, la filosofía stricto sensu nació en un lugar y un momento determinados: una Atenas recién salida de una desastrosa derrota tras de una larga y cruenta guerra contra Esparta en la que la democracia recién acababa de instaurarse. En este mismo contexto, comienzan a tener importancia un grupo de metecos (extranjeros) de amplia y erudita formación, pero que no comparten la condición de ciudadanos con los atenienses. Se hacen llamar a sí mismos sophistai, los más sabios. Su actividad, contrariamente a lo que Aristóteles apuntaba más arriba, se dirige a una finalidad muy concreta y necesaria: formar a los ciudadanos en los valores sociales de la pólis al albur de las cambiantes y múltiples ideologías y mecanismos de las complejas sociedades que empezaban a surgir en la cuenca mediterránea. Ello convierte a los así llamados sofistas en los primeros «profesionales» de la filosofía, pues por tamaño servicio de labor social exigían en justa compensación un sueldo. Cierto es que, en calidad de extranjeros sin derechos en esa democracia (el gobierno de los «ciudadanos» únicamente, -recuérdese- y no del «pueblo» en general) su posición económica resultaba ser muy distinta de la de Sócrates, Platón o Aristóteles, los cuales defendían, como decíamos, la libertad del auténtico conocimiento, es decir, su independencia de cualquier interés ideológico o material, o si se quiere, su «amateurismo». Ese era un lujo, dirían ciertos defensores de la sofistica, que aquellos que carecían de la categoría  de ciudadanos no podían tener.

El galicismo amateur proviene del verbo «amar» (aîmer). De este modo el amateur es aquel al que le gusta la actividad que realiza o que siente vocación por ella, esto es, que resulta llamado (del latín vocare: «llamar») o atraído por eso que realiza. La evidente profesionalización de la sociedad capitalista actual obliga concebir la educación, pese a todas las proclamas humanistas, hacia la formación (totalmente necesaria, por otro lado) de productores que generen riqueza a la pólis. Por consiguiente, el amateur se transforma en un mero aficionado, un aprendiz de algo, pero sin ser maestro de nada, un ocioso que se permite el lujo de tener ciertos gustos, ciertos hobbies, pero que no resulta útil. Se trata del papel comúnmente atribuido a las denominadas «humanidades».

Ciertamente resulta absurdo, así como fuera de todo tiempo y lugar, vindicar el conocimiento como un fin en sí mismo, ajeno a cualquier interés, poder o utilidad. La tesis de que «el conocimiento es poder» resulta, tanto hoy día como en la Grecia clásica, irrebatible. No obstante, la Atenas de Platón o Aristóteles, en la que el hombre superior, el sabio, se concebía sobre todo como un contemplador ha variado enormemente respecto a nuestros días. Se hace más que evidente la incongruencia de criticar en estos tiempos la visión del sofista, antecedente directo del «profesional de la educación» o «de la información».

Por ello, pese a que, hoy más que nunca, resulta a todas luces trasnochado apelar a una actividad movida, como se dice, por la única motivación que «el amor al arte», también es cierto que la profesionalización a ultranza resulta tramposa. Ahí, creemos, residiría el peligro que Sócrates, Platón o Aristóteles, veían en los «profesionales del conocimiento»; convertir la propia finalidad esencial del ser humano, es decir, el amor a la verdad, como el amor filial o fraternal en algo sujeto a un estipendio. Pero sobre todo, y con independencia de valoraciones morales (ajenas muchas veces a cualquier finalismo esencial a la propia actividad humana), el sometimiento a la remuneración, aunque necesario para subsistir, resulta inútil aplicado a ultranza respecto a una actividad como el conocer. Pues no hay ninguna finalidad más irreductible, así como no hay mayor exigencia, que la que uno practica consigo mismo. Con independencia de épocas, sistemas políticos o clases sociales, el insobornable amor a la verdad que habita en cada humano nos hace mirar a los amados, a los amigos y a uno mismo con ojos siempre nuevos. Este amor, este impagable, irrenunciable y casi inalcanzable objetivo común es el que, en tanto huéspedes mortales de esta Tierra, verdaderamente nos une y nos hace ser una comunidad: el esfuerzo por lograr esa verdad que solo, siquiera como mera búsqueda, nos acaecerá solo una vez.

De este modo, y subvirtiendo proclamas fácilmente educativas, no sería del todo pernicioso «atreverse a pensar» como proclamara Kant el ilustrado, el mismo que pretendió identificar deber y querer, querer y deber. Pese a todas las trampas e intríngulis de este complejo mundo: sapere aude. Lo que aquí tal vez pudiérase, quisiérase decir como: no hagas lo que debes, haz lo que quieres.

Si esta conseja que nuestros padres usaban enseñarnos -primero la devoción y luego la obligación- pudiera resultar en su transposición desagradable o dañina, sea ella misma por la malinterpretación de un deber que tal vez deba ser aclarado, y no tanto por la volición de un querer, si es que alguna vez se sabe lo que se quiere. Si es que la verdad, como diría el evangelista, nos hace realmente libres.

                    

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